lunes, 21 de septiembre de 2015

"El cazador del arco iris". Tres apartados. Libro completo de venta en Amazon.



Autor Ramón Fernández Palmeral



                                      (Retratos del autor. Ramón Fernández Palmeral)


Información en pdf

Versión digital e impresa:
 http://www.amazon.es/El-cazador-del-arco-iris/dp/1517221919


5.5" x 8.5" (13.97 x 21.59 cm)
Black & White on Cream paper
430 pages/ páginas
ISBN-13: 978-1517221911 (CreateSpace-Assigned)
ISBN-10: 1517221919
BISAC: Fiction / Biographical

Los habitantes de esta humilde aldea eran depositarios de un secreto, sober la teletransportación de las almas. Secreo que no puedo revelar en esta introducción.


    52/   Cuando yo cumplí dieciocho años de edad, me enteré de que era de la quinta del biberón y los Nacionales me llamaron a filas, por un oficio sellado de la Caja de Reclutas  que me trajeron en mano la Guardia Civil de Cómpeta. Empezó para mí el Alzamiento Nacional, el alzamiento interior de mi vida, el cambio no esperado. Serví seis años en el Ejército de los Nacionales porque Málaga había sido tomada por Franco en febrero de 1937 y estábamos bajo su control de reclutamientos. Fue cambio total en nuestras vidas y en el bello valle de Acebumeya. Perdimos la inocencia y los años bucólicos de un vivir en felicidad, se acabaron, vino la tragedia y el acero de la guerra civil.   En aquella aldea no sabíamos muy bien por dónde iba el tajo de la guerra, dijeran que había empezado en Canarias y en Sevilla, que entró por el Sur y que iba para el Norte en un cerco sobre Madrid y cercando también Barcelona republicana después de la Batalla del Ebro. El tío Sebastián Fernández  llegó a estar en los dos bandos: primero en el republicano y luego en el Nacional. A José Castillole pasó lo mismo y acabó muerto en Leningrado alistado en la División Azul. A otros vecinos los detuvieron por republicanos, pero no fusilaron a nadie

    La Noche de las Lumbres del año 1938, que se celebra  el 8 de septiembre, mis quintos: Darío Platero, Plácido Martínez y yo, nos juntamos para hacer la despedida en la placeta de la Acebumeya frente a la ermita.  Se acercaron ni novia Carmela y su hermana Salvadora con su hermano José y otros amigos y vecinos. Después de comernos un arroz con dos gallos, luego empezamos a jugar al “anillico” con las mozas que se acercaron a despedirnos ante una muerte anunciada. Cerca del fuego de una hoguera hecha de pencas secas, aulagas, ramos de olivos y algún prohibido sarmiento medio hurtado, (ya que los sarmientos y las cepas no se podían quemar para diversión ya que era el combustible de todo el año en el hogar). Unos tocando la guitarra por Alamino, otros la caracola, las dos cucharas, otros una zambomba de pellejo de conejo, de gato dicen que son las mejores,   Baldomero, el sobrino,  raspaban la botella de anís con un tenedor, Antonio el de Paco Sánchez bailaba muy bien. Yo que siempre fui tímido con la mujeres me acerqué a Carmela, a la que hacía años pretendía y me declaré en la boda de su hermana Virtudes   A las mujeres les gustan los hombres  decididos, varoniles y duros, y no los sentimentales como yo.  Parejas de  mujeres bailaban cogidas entre ellas y algún matrimonio joven.  La noche parecía vestida de inocencia en aquel lugar  bendecido, alguna vieja enlutada se asomaba a la ventana para criticarnos. Aquí fue donde besé por primera vez a mi novia, cerca del algarrobo del cárabo. Ella se puso colorada. Tenía dieciséis años.

 Cuando se acabó el baile y la música, los mozos nos quedamos solos a nuestras anchas, le cogimos la burra al tío Manuel, el Botanas, para jugar a las cintas, es decir, a ver quién tenía el acierto de meter un palo por una arandela con una cinta enrollada en una cuerda montados en la burra y hartos de vino. Ya de madrugadas nos fuimos al arroyo cerca de la cueva de Pandura, Dieguito se encargó de hacernos un conejo frito al ajillo con mucho vino, cuando nos lo comimos empezó Dieguito a aullar: miau, miau, miua.  Y todos a devolver, porque el conejo era un gato que nos daba mucho asco. Pues aquí no era de costumbre comerlos,  aquellos gatos de la Acebumeya eran verdaderos salvajes, se alimentaban de lo que cazaban en las zarzas, y ya sabemos lo que habita entre los  matorrales de los arroyo. Creo que soy capaz de comerme un lagarto, que dicen saben a pollo, ancas de ranas, una culebra,  pero con un gato ni un perro nunca jamás. Y allí vomitando acabó la fiesta de los tres quintos que se iban a hacer el servicio militar, y después a la guerra. 

      Aquel campo dominado ya por los Nacionales sacó de sus casas a los últimos jóvenes para llevárselos a la guerra, aquella noche de lumbres en los que se quemaban los restos de un verano de trabajo, sería, para el futuro, no ya  una llama en el recuerdo sino, el tatuaje de su rescoldo, las cenizas de una herida, la vida se apaga coma las ascuas, poco a poco, como los amores que se van marchando sin decir adiós, sin una despedida como respuesta. A partir de esa Candelaria, nunca jamás, la vida en la aldea sería igual que antes, ni para mí, ni para los demás vecinos. Pero no hicimos como los quintos de Agrón que la quinta entera se marchó a la sierra para no ir a la guerra.

       Mi padre me llevó a Cómpeta para que me midieran en diciembre de 1938, así es como se le decía al acto de pasar un reconocimiento médico y tallarte para alistarte en el Ejército Nacional, era el segundo hijo que mi padre llevaba para entregarlo a las Autoridades militares, a su Miguel ya lo llevó dos años antes, esperando siempre cartas, que llegaban siempre sin remite porque nunca sabía a donde iba a estar al día siguiente, en la próxima batalla no pienses en mí, no pienses en que estoy muerto o herido bajo las estrellas de un cielo que no entiende nada de lo que bajo él se juega el hombre contra el hombre. El hombre acecha al hombre. El hombres es un lobo para el hombre.

     Mi padre  se levantó muy temprano, se afeitó aquella mañana serenamente, mirando al roto espejo que colgaba de una tomiza en la cocina a la luz del candil, con la cuchilla nueva Palmera, una que guardaba en un sobrecito para ocasiones especiales, la metía con cuidado en una maquinilla a la que se apretaba la hoja con una rosca para que se arqueara y tuviera mejor ángulo de corte, aquella maquinilla era de un material ligero de colamina y exclusiva de él que  no la podíamos usar los hijos, siempre se quejaba de que se la usábamos a escondidas, nos tenía prohibido bajo la más severa de las advertencias de que no podíamos usar aquella cuchilla de corte mágico para afeitarnos nosotros; se puso mi padre su camisa negra de luto y su sombreo también del mismo color del llanto, porque ni padre siempre vistió de negro. Una vez que terminó mi padre me afeité yo en el mismo agua del palanganero o jofaina que había dejado él, con la vieja navaja de afeitar después de darle unos pases sobre el cuero, podíamos hacerlo con su navaja de afeitar sin mellarla, la cual suponía un gran esfuerzo meterla por el buen camino del corte  suave.

       Por una parte estaba yo contento por salir de aventuras, todo viaje con incidentes es una aventura, a donde fuera, la cuestión era salir de las faldas de la madre, porque llega un momento que uno tiene que tomar un camino de vida íntima y privada, la estrechez de la jaula te obliga a volar, en cambio, hoy,  los hijos viven tan bien en casa que no se quieren marchar.

      Llegamos a Cómpeta por el camino que cruza el río de Torrox, y las adelfas se aletargaban a nuestro paso en una procesión de manos verdes que saludaban el adiós, olía a cierta humedad,  el rumor del río nos dejaba sordos, era todavía oscuro y la boca me sabía a alegría y a liberación.  Por el  viejo camino de arrieros nos encontramos a otros hombres también arreglados y afeitados, y el ir afeitado ya daba a entender que se trataba de un viaje por obligaciones.  Sin muchos remilgos ni exclusiones nos tallaron en el Ayuntamiento, un sargento del Ejército con una cicatriz bajo el ojo pero con una voz de señorita sentado en el despacho del secretario que por un día había sido confiscado, me tomó los datos de mi filiación, me midió al altura, 1´90 casi nada, y un médico me estuvo auscultando el  pecho y me miró los pies descalzos.  Acabada nuestra obligación nos quedamos en Cómpeta para visitar al tío Manuel, hermano de mi padre, comimos en su casa ese día todos en silencio como si me fueran a matar de seguro en la guerra, mientras  ellos hablaban de cosas serias, me llamó la atención un gorrión, se subió en la mesa y estuvo comiendo en el mismo plato del tío sin ningún temor,  mi forma de pensar demostraba que era un crío todavía.

 Cuando me entregaron la carta de que estaba  útil para el servicio de las armas, que sentí glorioso y magnífico, era un reconocimiento a tu ego, eres útil para las armas y no un inútil. El Ejército Nacional había encontrado un buen talludo porque yo media 1'90 de alto, me destinaron al Campamento Benítez, Regimiento de Oviedo número 38,  7º Compañía de Málaga.   Me iba al servicio militar y  de seguro a pegar tiros en cualquier frente, la guerra había llamado a la puerta de todas las familias como un ángel que marcara con sangre de cordero las puertas de los que les ha tocado servir, servir a la Patria, sin saber muy bien qué era la Patria. Baldomero, el de la Enciclopedia, de sentimientos republicanos, no se pudo callar en la Taberna, se los llevan como lo que son, como corderos sin ideales, como no tienen que pagar por ellos, morirán como chinches.



        Carmela y yo no habíamos formalizado en serio nuestro noviazgo, pero aún, no le había pedido la mano a  sus padres que a la vez eran mis tíos. Me quedaba para un rato de   vergüenza, pues mi timidez podía conmigo, pero no con mi voluntad. Aunque si lo pensamos toda la vergüenza se acumula al pretendiente cuando  no tiene nada que ofrecer a cambio,  la seguridad supone dar. Palabra muchas, insinuaciones miles, besos ninguno, y mi corazón se me reventaba como un globo lleno de agua por ni novia.  Temía al marcharme que cualquiera me la podía quitar o pillar como también se decía, la podía perder sí no era capaz de pedirle relaciones formales a sus padres. Nosotros nos queríamos mutuamente. Pero esto no era bastante: quererse, había que formalizar nuestro noviazgo para yo poderle escribir cartas.  Así que una tarde noche, después del trabajo, ya me faltaba pocos días para irme con mis quintos al Campamento Benítez, me afeité con el sentimiento de quien tienen por delante obligaciones ineludible. Le conté a mi  madre lo que pensaba hacer aquella tarde, al saberlo, ella se enfureció como una corneja, no quería más primas hermanas en la familia, ya estaba bien de juntar la sangre, busca a una en Frigiliana que las había muy hacendosas y bonitas.

 Pero no sé lo que pasa que, en cuanto te prohíben algo, te gusta más lo que deseas, no madre, yo la quiero a ella, y voy a formalizar nuestra relación.  No cedí. Siguió pensando que me dejara de primas hermanas, no creyó que lo nuestra iba en serio, me hacía ver que los tiempos no eran los de antes, que no había mujeres en la sierra, donde había más mulas que mujeres. Se oponía a mi noviazgo, además mi hermana Dolores también noviaba con su primo hermano Antonio, es demasiado ¿qué diría la gente?  Terco como el más cabezota de todos los Simontes, no le hice caso a mi madre ni a mi padre que era de la misma opinión. Marché hacia el cortijo de Carmela, por la vereda hice ensayos verbales de declaración de intenciones, dudaba y me volvía sobre mis pasos, recuperaba los pasos perdidos, me preguntaba por qué hay que hacerle pasar este mal rato a un hombre enamorado. Además, allí en el cortijo estarían todas sus hermanas y hermanos pendientes de mi actuación, temía al guasón de mi futuro suegro, mi tía Virtudes que a lo mejor pensaba como mi madre, se iban a reír todos de mí. Temía hacer el ridículo. Qué hacía yo solo delante de todos mis, primos y amigos a la vez, pensé: a lo mejor no me querían como yerno. 

 La angustia y el desánimo querían apoderarse de mí, pero  yo mismo me decía: eres un hombre o qué coño eres, me alentaba yo mismo para darme valor.  Al fin y al cabo si me tenía que casar no era con su madre sino con su hija, ignoraba por entonces que el carácter de una persona consiste en hacer lo que uno cree conveniente sin importarle la opinión de los demás, pero para que yo llegara a esta premisa debieron pasar otros veinte años,  con un gran esfuerzo de quien ha de superar lo más difícil de las situaciones que hasta ahora se me habían presentado y recordando palabras de otros pretendiente cuando tuvieron que hacer lo mismo que iba hacer yo en esos momentos. Me presenté en el cortijo y tuve una iluminación: la  primera entrada sería que iba a despedirme de ellos porque me iba a la mili y a la  guerra.   Subí saltando la cuesta del lagar y los geranios reventones y superé el último obstáculo de los escalones más empinados que nunca, y entré al cortijo ciego ya con oscura tarde, pues como a Don Quijote, el cortijo me parecía un palacete o almunia  donde vivía mi amada...                      sigue