jueves, 16 de julio de 2015

Ni soy músico ni me acuesto a las ocho. Relato breve.



   Ahora que regresaba para reponerme de una enfermedad incurable y me había prejubilado con alguna fortuna en metálico, necesitaba refugio y comprensión, retornar al seno, que alguien me quisiera, sentía hostilidad y desconsuelo, desazón y desaliento. Quizá los medicamentos me estaban transformando y yo no me daba cuenta. Era un extraño en mi propio pueblo, ¿pero tanto había cambiado?,  lo cual me viene a demostrar que los pueblos  no son las casas y las calles sino quienes lo habitan.

    Había regresado a mi pueblo porque el Dr. Calderón, cardiólogo cubano con consulta en Nueva York me diagnosticó una pleuresía  fibrinosa, y no pronunció una sola palabra de aliento mientras miraba las radiografías y los análisis de sangre, yo al verle silencioso por mucho tiempo, le exigí  que me dijera la verdad de su diagnóstico, él me preguntó a lo que me dedicaba y le contesté que yo era soplador de instrumentos, o sea, músico del viento.  A él sólo se le ocurrió decirme que buscara otra profesión y un lugar soleado, tranquilo y con buena atmósfera para alargar  los años que me pudieran quedar, porque la recuperación de ese tipo de enfermedad no se podía prever, me quedé pensando que cómo me podía ocurrir eso a mí, y se me aceleró el ritmo cardiaco sin que el Dr. Calderón se diera cuenta de mi cambio de ánimo, lloraba por dentro de rabia y  sin poder volver a soplar ni una flauta, por supuesto por muy dulce que fuese.  Estaba desahuciado, y por una parte, reconocía que mi vida había sido la ceniza intacta de un continuado cigarrillo en las nocturnas funciones tocando el saxo con la banda de Tony Ventura en pubs de mala muerte o, últimamente en las mejores salas de fiesta de Miami.   Mí vida se había ido con el aire que se quemó en los cigarrillos y en el hilo de incesantes quejidos musicales.   Salí de mi pueblo por el capricho de ver el mundo, como sí el mundo mereciera la pena ser visto, o mejor dicho, emigré porque no tenía para engordar los huesos y ahora regresaba porque no tenía donde arrojarlos.  Me encontraba en la puerta de la casa de mis padres y recordaba a mi madre vestida de negro con el escobón de cal dándole a las fachadas y a las cenefas.  Una vida tranquila, pero sin trabajo digno que pudiera a uno sacar de unos apuros. Mi novia T. vivía junto al lado en la casa de la puerta verde con llamador de mano pulida con sidol, no fue capaz de seguirme y se quedó esperándome,  paciente y dicharachero enmarcada en las costumbres del pueblo y esclava de la opinión ajena, dicen que si sacas a una frigilianera o aguanosa de su pueblo se mueren de añoranza.   Pero mi mujer, no sería T. sino una americana de Colorado, mala actriz y peor cantante que me dejó en cuanto me acudió la enfermedad no fuera a ser que se contagiara, ahora para mí,  ella esta muerta. Ahora estaba solo tras la reja de la  vida engañado por  el sueño americano de ser alguna vez un famosos músico y volver a mi pueblo aclamado y con una calle a mi nombre, pero no, ahora era un saxofonista de tercera división en un pueblo desconocido que regresaba a Frigiliana, a la casa de mis padres, a la placita y a la vieja fuente de roca antigua con chorro de agua en forma boca de héroe mitológico, tiene debajo una pileta de piedra blanca, no de mármol, de una sola pieza como si fuera una bañera, gastada en el brocal por el uso y apoyo de los cántaros que con su arcilla iba limando al rozarse en la sed diario, desde allí bajaba una escalara estrecha de piedras mal encajadas, una escalera hacia los bancales, y hay día, ese bancal se había convertido en una carretera de circunvalación. Pero lloraba por dentro porque la gente no me conocían ni yo a ellos, me atreví a llamar a la puerta de mi novia Carmen, en cuyo escalón tantas veces nos habíamos sentado, y me salió otra mujer con su marido. Las matriculas de los coches eran amarillas de un país extranjero, qué angustia, seguro habían sido capaz de vender todo el pueblo a un grupo extranjero, palabra antigua, ahora todo somos de la misma comunidad europea. ¡Hola!, saludé a un  viejo, me hablaba del pueblo y de que llevaba allí toda la vida, le pregunté por mi familia de Los Simontes y no conocía a nadie.  ¿Seguro que estaba en mi pueblo? Me contó ciertas anécdotas pasadas que yo no conocía, sin embargo, era mí pueblo, lo sabía, no me podía confundir, aunque en esta sierra de la Axarquía todos los pueblos, blancos, de calles estrechas encaramados en las sierras, se parecen mucho.  Pregunté en el Ayuntamiento, me dijeron que sí, que era Frigiliana, en el padrón no había un solo Fernández y nuestras fichas habían desaparecido,  alguien estaba interesado en borrarme o ¿era que no querían que me quedara por mi enfermedad?, pero no, no me convencía, estaba en mi pueblo por mucho que me quisieran equivocar, in duda era mi pueblo por mucho que yo tratara de convencerme.  Preguntaba a todos,  me fui a la posada, para descansar unos días y esperar acontecimientos, pero no habla forma de demostrar que ya era conocido, uno más del pueblo. Así que desesperado y reventado me puse en el camino de vuelta, y desengañado me marché, con pasos cortos y mirando al suelo, salí muy triste y agobiado de  mi querida Frigiliana desconocida, compré tabaco y me fue el paquete, quería morirme allí mismo...  Por fin me despierto de esta pesadilla, he soñado toda la noche, no soy saxosfonista ni jamás he viajado por América, me duele un poco en el centro del pecho y todo como todas la mañana, me da alegría, que hoy es el día de la Misa de San Juan.
Yo no soy músico ni me acuesto a las ocho. Todo ha sido un mal sueño, una pesadilla nocturna antes de salir de viajes.
Ramón Fernández Palmeral