lunes, 20 de agosto de 2012

"De cuando fui mortal". Relato corto


DE CUANDO FUI MORTAL



1
La primera vez que hice el amor, cuerpo a cuerpo, fue con Beatriz Ayala, una dama de Toledo, no muy agraciada. Aquella vez me sentí humano, terrenalmente mortal, noté un calor nuevo y volcánico, y los latidos de mi corazón de piedra empezaron a aporrear la lápida de mi pecho toda de alabastro, toda insensible, y, sentí por un breve momento un desconocido cosquilleo en las ingles, un placer único y nuevo, un extraño batir de alas y coronas. Ahora estoy aquí castigado, pasando frío en el pórtico de la catedral de Toledo, añorando de cuando fui un hombre mortal.
Aunque lo ángeles no tenemos sexo. No obstante, siempre presentí, sin saberlo, que pertenecía al sexo masculino, lo noté sencillamente en mi aspecto físico, en mi falta de pechos, la corpulencia de mis hombros y la extensión mis alas, mas la estrechez de mi cintura. Esa mítica leyenda de que los ángeles no tenemos sexo es un tomadura de pelo eclesiástica. Esto del tamaño del pene es un gran tabú y un gran problema. Mi padre-escultor se olvidó de ponerme un miembro viril, y en su lugar puso una bellota pequeña con sus hojas de encina; sin duda mi padre no era el Dios creador, porque el Padre jamás se hubiera olvidado de un detalle tan vital y reproductor de la especie, sino que mi padre-escultor debió ser un santo medieval y pudoroso.
Pasada aquella corta ya lejana sensación carnal e inexplicable, deseé con todo el poder de mis alas, ser un mortal para siempre, con todas sus flaquezas, vidrio frágiles inseguros, complejos e inseguridades, mortal a tope como cualquier hombre que siente las humillaciones y el desprecio de los demás. Recuerdo haber sentido en el sustrato de la columna vertebral, lo mismo que sienten los humanos cuando sueltan ese instinto básico y casi salvaje del enamoramiento, casi suicida, casi brutal, casi animal a la hora del cortejo previo al acto nupcial.


2
Mi historia empezó cuando un día mi cuerpo de alabastro se convirtió en carne, en huesos y tomó prestada un alma. Mi vida terrenal comenzó en Toledo, una mañana de septiembre de 1600, cuando a través de las coloreadas vidrieras que difuminan los colores y los une en cuerpo de aire, me llegó a los ojos un rayo de luz multicolor, la luz de todas las luces juntas, esa luz procedía del rostro del cristal de una representación del Todopoderoso, un pantocrátor, un rayo de luz divina y directa, única y seleccionada, ese haz de luz de luces, se posó sobre me mis ojos duros de alabastro, y al calor de la vida mi ojos empezaron moverse y a ver el terrenal mundo. Desde el pedestal salté al suelo y me resentí del salto en cuanto puse los pies en las fría losas de la catedral, y mis huesos entumecidos de los siglos no aceptaron la nueva forma de caminar bípeda, cuando lo único que sabía hacer era volar. Me erguí con el esfuerzo de los primates. Era un hombres y me sentía extremadamente feliz de serlo, una satisfacción indescriptible, un ser nuevo nacido del alabastro que no tiene memoria ni pasado ¡Soy un hombre! Grité de alegría, era lo más grande que me había pasado jamás. Ser hombre es uno de los regalos más grandes que un ser puede alcanzar.
La primera mujer con la que me topé en la catedral tenía el rostro cubierto por un velo y exclamó una frase que no comprendí: al fin lo conseguí. Nada más erguirme me extendió su mano. Demostró ser muy piadosa conmigo, una santa guapísima, en el sentido amplio de la palabra, cubrió mi desnudez con una capa, me sacó de la oscura catedral y me condujo por empinadas callejuelas estrechas y empedradas, cuando anduvimos dos calles entramos en el portal de una casa, era un palacete, pero al verlo me dio la sensación de haber perdido el lujo y la grandeza del lugar donde yo vivía convertido en alabastro.
-Me llamo Beatriz, si necesitas algo me lo pides, ¡estas helado!, -exclamó la dama que parecía conocer mi pasado de piedra, de cuando yo fui de alabastro en la catedral. Era una mujer joven, no muy agraciada, con leve cojera. Al contemplarme desnudo preguntó sorprendida ¿a caso eres un ángel eunuco? En mi inocencia no sabía qué responder, no, soy un hombre normla, no lo ves. Ella dijo que no le importaba que lo que en realidad necesitaba era un hombre que le diera cariño, que le escuchara, que le cortejara y le hiciera compañía en la tardes triste del otoño.
No dejé de pensar en que me faltaba lo más valioso en un hombre: su miembro viril, en realidad me falta todo, no tenía nada de nada. Yo sería perfecto si he hubieran esculpido un miembro viril, aunque fuese pequeñito como el de las estatuas griegas, del tamaño de una bellota. ¿Se conformaría Beatriz con un eunuco, por mucho que ella dijese que estaba falta de cariño?
Pensé en mi creador-escultor, por qué se había olvidado de algo tan principal, muchos cuadros de las iglesias lo tienen a la vista. Me acudía una persistente idea: la de buscar a mi creador-escultor para pedirle un objeto viril entre las piernas. En el empeine del pie izquierdo tenía yo tatuado el hombre de mi creador, una firma testigo de su obra. Se llamaba A. Mena, y ese nombre debía ser suficiente para embarcarme en su búsqueda.

3
Empecé a tener una sensación de flaqueza y movimientos involuntarios en mi estómago, tenía hambre, sentí vergüenza y miedo cualidades ineludibles de que era ya un hombre, aunque fuera a medias. Le expliqué a Beatriz lo que me pasaba, ella me trajo un plato de algo color rojizo con formas redondas que flotaban, algo imposible de tragar. ¿es que no te gusta el potaje de garbanzos, te puedo hacer duelos y quebrantos? Cómo era posible que se pudieran comer los huevos, la esencia de la vida, la germinación de los cuerpos, le dije que no, que no podía tragar aquellas cosas producto de un salvajismo culinario, pedí fruta y me trajo manzanas de Eva y membrillos de la Mancha.
Cuando comí dos o tres libras de fruta, entré dentro de un limpio jubón, calcé bordeguís y me sentí incómodo. Llegó la hora de las preguntas. ¿Cómo había logrado mi resurrección?, Beatriz agachó la cabeza, dudó en la respuesta. Le obligué a responder con elogios a su inteligencia, cedió a contarme que ella había conseguido un sortilegio mágica para transformarse en humano. Jamás pensé que mi materialización carnal fue producto de un sortilegio. ¿O sea, que yo me aclare, quién puede tener tanto poder?. Me contó que fue gracias a la mediación de un alquimista judío. O sea que le debo la vida humana a un alquimista, y no al rayo de luz divino y creador de las vidrieras de la catedral. Por sin confesó que me había elegido entre los demás ángeles de alabastro simplemente porque le agradaba mi aspecto atlético, que desde niña me adoró en el ábside, que se sentía sola y desgraciada, no tenía pretendientes por su defecto de una cojera, que me eligió a mí, un ángel rubio, de ojos azules, bien parecido, de 1’90 de altura y fornidos brazos, sin embargo, inexplicablemente, ella no quería mi sexo, sino compañía para pasar las largas horas de soledad. Lo de mi sexo le importaba un comino, pero no a mí, yo quería comportarme como un verdadero esposo y no un eunuco de harén.

4
Tomé la decidida determinación de dotarme de un miembro viril, le pedí a Beatriz me ayudara a buscar al maestro escultor A. Mena, hicimos todo tipo de gestiones en los talleres de Toledo, las respuestas fueron diversas, primero que no le conocían, luego un estudioso del arte afirmó que el escultor Antonio de Mena falleció en 1520, es decir, más o meno, después de que me creara con su cinceles de acero toledano.
Ahora solo me quedaba buscar al alquimista judío que, incomprensiblemente, me dio la vida, Beatriz, se negó a revelar su nombre, era un secreto. Yo sentí la fuerza de la razón. Como alternativa tenía que buscarle como fuera para que me pusiera dar un miembro viril con otro de sus sortilegios. Lo busqué por todo Toledo, al fin le encontré una tarde cerca de la casa de El Greco, fuera de las murallas de la ciudad, vivía en una la buhardilla llena de cristales y tubos, le pedí un miembro viril, a cambio me pidió veinte ducados, yo no tengo dineros, soy un ángel recién salido de la catedral y usted lo sabe, mi ira se volcó sobre su negativa y discutimos, le empujé apenas sin hacer fuerza, la inercia hizo recular y se dio en la cabeza contra un armario, cayó herido al suelo, inmediatamente un fuego pendió la buhardilla, no me dio tiempo a salvarle, las llamas me señalaron la puerta de la huida.
Al salir de la buhardilla incendiada yo me había convertido en un asesino. Todas las nobles y pías piedras de Toledo, se convirtieron en leones, arpías, monos o grifos, incluso las de la casa natal de El Greco, se tiraron a las calle a perseguirme. Miss alas, que nunca tuvieron nostalgia del altos vuelos, no me elevaban los suficiente, las aves que picoteaban las plumas, me estaban desplumando a picotazos, como pude logré dar grandes y torpes saltos de huida..., y las águilas de los escudos de piedra empezaron a tomar vida y a perseguirme. Los yelmos heráldicos labrados en los dinteles de las casas me incriminaban: eres un asesino, no escaparás. Las gordas y mancas columnas de mármol se contoneaban pretendiendo cerrarme el caso.


5
....salté por los tejados de los palacios de Toledo, salvado de los carruajes, acémilas y caballerías. La justicia me perseguía. Por fin llegué al tejado de la casa de Beatriz, me oculté dentro de un gran arcón con tachuela de hiero, hasta las campanadas de maitines. Al salir del arcón noté entre las piernas una bellota, la tristeza de mi acción criminal quedó aminorada por la alegría de aquella pequeña fruta en la ingle. Con mucho contento busqué a Beatriz, callé sobre la desgracia del alquimista, besé a la santa mujer, temí que ella me tocada el ridículo miembro, no obstante mi alegría era tan mayúscula que la vergüenza fue disimulada, cuando le llevé su mano blanca a la ingle, aquella bellota era ya un plátano, había crecido y mi contento desmesurado, por fin era un hombre completo, aquella tarde hicimos el amor con gran gozo.
Por la noche aquello que era una bellota se había convertido en una especie de pepino, estábamos, ella y yo muy contentos por la dotación, pero al día siguiente, el miembro viril no había vuelto a su estado de sopor, sino que era más largo, tan largo como preocupante, ni el agua fría, ni otras soluciones reducían el tamaño. Dos días después no tenía reposo sino un miembro algo parecido al de un de burro o salchichón de Salamanca, imposible de ocultar bajo el sayo. Era preocupante aquella metamorfosis, Beatriz ya no estaba feliz, se quejaba de dolor, no sabía comparar si aquel estado de mi miembro era normal, jamás había visto el de otro hombre. Al tercer día se había vuelto irreconocible, empezaron a salirle escamas como a las serpientes. Por la noche mi pene se enrolló a mi cuello e intentó estrangularme, me asfixiaba el cuello con sus cuerpo de culebra, en un pulso terrible, luche por la propia vida, sin duba había sido objeto de alguna maldición.
Mi largo, musculoso y temible pene de cobra parecía tener vida propia, debía que buscar una pronta solución. Por un momento me arrepentí de ser hombre, menudo castigo debían tener todos los demás humanos. Pedí al Todopoderoso que perdonara todo mis pecados y me convirtiera de nuevo en un ángel de piedra en un rincón de la catedral de Toledo. Pero no me oyó, ¿cómo me iba a perdonar después de todos mis pecados mortales de necesidad? Sin embargo, en pesadillas inacabables, llegué a preguntarme y a dudar si en realidad fue el Todopoderoso o el mismo Satanás quien me dio vida terrenal.
Tenía miedo a quedarme dormido. No fuera a ser que el largo rabo del demonio volviera a tomar vida propia y me estrangulara. Lo até con un lazo de seda a la pierna. Beatriz no lo había visto en su última deformación, pero mis deseos de una curación y su insistencia, dejé que lo viera junto a un galeno, me subí el sayo, lo desaté del lazo, y cuando ellos lo vieron, sus caras quedaron horroriza, ¡socorro!, gritaron al unísono y salió de la alcoba despavoridos, cuando yo miré abajo, el miembro viril y criminal se me revolvió, tenía una cabeza como una manzana con la forma de un demonio con la boca abierta, era un demonio rojo... se lanzó de nuevo hacia mi cuello, caí al suelo, forcejeé con él, me vencía, las alas no me servían para nada, me asfixiaba, deambulé hasta topar mi mano con una daga, era yo o él, así que sin poder aguantar más lo corté de un tajo por la raíz, desde mi pubis. La sangre salpicaba las paredes, aquella cosa rugía, me soltó, de repente fue convirtiéndose en un pájaro nocturno, elevarse hasta salir por el techo rompiendo al artesonado de madera, cuando estaba a cierta altura explosionó como una lombarda.
Revolcándome en la alfombra de un dolor insoportable, llegué a la ventana con intención de saltar por ella, no podía aguantar por más tiempo aquel dolor. Al llegar a la ventana, mis ojos se cegaron de un rayo de luz negra, intensamente oscura: la ceguera.
Ahora, en el 2007, sigo siendo un pequeño ángel de alabastro con los ojos vendados, castrado y helado de frío en el pórtico de la catedral de Toledo, sin duda castigado de cuando fui mortal.



Posdata.-

Luego a escocerme como huevos hervidos, era señal evidente de vida puesto que la vida es dolor, más tarde llegó la luz a los ojos y empecé a ver la penumbra de la gran casa de altísimos techos, vivía en una casa riquísima atiborrado de tallas, cuadros, columnas, oro, plata, mármoles de todo los colores con olor rancio y penetrante a algo que llamaban resina de incienso. Luego el rayo fue bajando por mi pecho y empecé a respirar, a notar calor, seguidamente pasó por mi vientre y me entró un hambre terrenal, continuó por las piernas y se saltó la parte de mi sexo. El silencio de la gran casa era sobrenatural, un coro de frailes cantaba una monótona oración ininteligible, el humo de las velas me empachaba y me ennegrecía, aquí arriba, colgado, era imposible respirar, su eminencia el arzobispo, u ordenanza de Dios, debía hacer algo para que prohibiera encender velas dentro de los templos. Cuando me vi que no hacía nada allí colgado en el ábside central y el peso de mi cuerpo hacía ceder la resistencia de mis brazos, salté al suelo,
Aquellas palabras me produjeron un asombro casi irrisorio, puesto que lo normal es que la gente se asustase, al verme allí, en el suelo, de pie, con alas y semidesnudo, con el cuerpo ennegrecido del humo de las velas, sentí el ridículo.
Ella me cubrió con un manto ceremonial y salimos del gran templo por una de la puerta de una sacristía. Ella me indicaba el camino a seguir cogido de la mano. Al salir a la calle noté en mis pies descalzos el frío del suelo, la luz potente del día empezó a molestarme y me embocé la cara con el manto, las calles olían excrementos secos de caballos, en mi boca notaba la disolución del aire, pero sobre todo
Empezaban sobre mi cuerpo las incomodidades del frío, los olores, los ruidos de la calla y de los niños jugando al aro, al escondite y a incordiar.


Auto: Ramón Fernández Palmeral